Fuente http://www.revistapuerto.com.ar/?p=22863
Muy de vez en cuando es noticia la lucha de los pueblos
aborígenes por un pedazo de tierra que indiscutiblemente les corresponde pero
que difícilmente les sea otorgado, y asistimos al espectáculo de hombres o
mujeres de tez oscura y pelo renegrido que se encadenan frente a la Casa de
Gobierno pretendiendo ser escuchados. Su apariencia no es ya la de las imágenes
de los libros de historia porque ahora usan jeans y remeras, vestuario que no
nos remite a los aborígenes de la época precolombina y, por lo tanto, no nos
moviliza; inmediatamente, lo visto deja de tener importancia.
En los últimos tiempos los habitantes de San Antonio Oeste,
Provincia de Río Negro, han comenzado un camino de recuperación del patrimonio
cultural tangible, relacionado con su historia ferroviaria; pero al mismo
tiempo se está perdiendo un patrimonio intangible importante para el pueblo. Es
el caso de la comunidad de pulperos. Cada año que pasa se degrada el espacio de
trabajo que da sentido a la comunidad, por priorizar los ingresos económicos
provenientes del turismo; y lo que es peor sin contemplar que podrían ser
compatibles.
Esta actividad poco común atrae la curiosidad de los
turistas que, entusiasmados, juegan a ser pulperos, modificando totalmente el
ecosistema a su paso. A través del tiempo esta calamitosa conducta ha dado por
resultado la degradación del ambiente y, consecuentemente, la escasez de
recurso. El colapso de la especie está dando paso a la desaparición del oficio,
ya que quienes lo practican deben alejarse cada vez más para obtener una
captura diaria.
No es fácil la vida de los pulperos. Soportar más de
cuarenta grados bajo un sol furioso, caminando sobre rocas fangosas, en
interminables jornadas que, últimamente, culminan con menos de un kilo de pulpo
en los tachos.
El oficio de capturar pulpo mediante el uso de un gancho
como único arte de pesca se ha transmitido de padres a hijos desde 1950. La
edad de iniciación es la más baja dentro del ámbito de la pesca, cinco años, y
es frecuente que la familia entera se dedique a esta actividad.
La merma del recurso constituye un problema insoluble para
los pulperos, dado que la posibilidad de adoptar otros medios de vida es
remotísima: este sector tiene un 20 por ciento de analfabetismo y un 38 por
ciento no ha completado el ciclo de instrucción básica.
Hubo una época en la que los pulperos podían vivir
dignamente de su trabajo y la máxima captura se alcanzó en el período 1967/68,
con 310 toneladas. De allí en más los rendimientos decayeron: no se supera el
umbral de las 10 toneladas y año tras año las capturas siguen disminuyendo. En
consecuencia el oficio va desapareciendo: el 75 por ciento de las pulperas no
quiere que sus hijos continúen con la actividad.
Sara Firmapaz
Pulpera de 67 años, oriunda de la meseta de Sumuncurá, mujer
de campo que tiene trazado en el rostro los duros surcos de su vida como nadie
que alguna vez haya visto antes. Tiene la estatura de una niña, el cuerpo de
una abuela y unos pequeños ojos que casi no ven pero brillan con intensidad.
Sara y su entorno irradian dolor, aunque ella intente disimularlo. Llegó a San
Antonio en 1944, con apenas ocho años y ya cansada de la vida en el campo, para
trabajar de sirvienta en alguna de las pocas casas que había en el pueblo. Su
historia es la de abusos, golpizas, tristezas y abandono. Comenzó a pulsear ya
de grande y de eso ha vivido los últimos veintisiete años; hoy vive junto a su
segundo marido en una vieja casa de adobe y ladrillón que el paso del tiempo a
desgastado. Bajo la sombra de un tamarisco tan viejo como la casa transcurre el
día de verano porque adentro “los moscos no dejan dormir”. La casa está detrás
de un médano que Sara subía todos los días junto a su marido para pulsear:
sacaban diez, quince kilos que luego vendían. Pero ahora está vieja, casi ciega
y su compañero ya no puede acompañarla porque una enfermedad que no sabe
definir lo está consumiendo; y ella ya no abandona el rancho por miedo a que,
justo cundo no esté, le pase algo.
Así se suceden los días, a la espera de un kilo de pulpo que
algún pariente acerque, para venderlo a ocho pesos. A la exigua ganancia deben
descontársele el pasaje de colectivo para ir a venderlo; con los cinco pesos
que quedan deberá vivir uno, dos, tres días o hasta que llegue otro kilito de
ayuda. Nunca el auxilio llega de otra mano que no sea la de sus familiares
pulperos, que están en condiciones muy similares a las de ella. “Qué va’hacer,
la vida es así: cortita y jodida”.
Natividad Paileman
Natividad es pulpera, madre, abuela, y tiene la marea en la
mirada. “La palabra ya no vale nada”, dice, y deja de esperar al que el día
anterior le prometió comprar un frasco de escabeche.
Debió dejar de pulpear después de que su trajinado corazón
soportara dos infartos; pero cuando escucha el ruido de las chatas observa
inquieta cómo se alejan sus colegas hacia otro día de trabajo.
Durante 10 años fue única hija y trabajó a la par de su
madre aprendiendo el oficio de pulpera y el trabajo de campo. “Me hacían hacer
todas las tareas de muchachito: hacía las enrramadas, arriaba las tropillas,
acarreaba agua. El problema es que cuando me junté no sabía hacer las cosas de
la casa”, dice sonriendo.
En otros tiempos el acarreador los transportaba en camión. A
lo largo de la costa distribuían sus campamentos más de 30 familias. El
acarreador aparecía cada tanto a buscar el pulpo canjeándolo por víveres, alcohol
y agua. “Había acarreadores buenos y malos. A veces cuando no había pulpo,
garroteaban a al gente que daba calor”.
Natividad tiene la fuerza de una mujer identificada con una
cultura de trabajo, dentro de la que forjó su propia familia.
Al caer la tarde algunos de sus nietos llegan de vender
estrellas de mar al turismo; otros vienen de la marea, con un poco de pulpo en
el tarro, no serán más de dos kilos y alcanzará para seis frascos, que
Natividad intentará vender par poder servir la mesa al otro día.
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